La ciudad pareciera vivir a oscuras. Desconozco la luz del sol.
Deshilacho mi vida en cuevas infectas de hedores en las profundidades de Manhattan. Aleteo inconsciente entre amables imágenes lejanas con la mera intención de aferrarme a lo ya inalcanzable. O alucino con recuerdos y fantasías desesperantes tan sólo superados por mi propia realidad actual.
Abandono todo y a todos todo el tiempo mientras busco comprender quién soy, adónde voy. Busco. Busco y rebusco. No encuentro. Nunca encuentro. Me busco y no me encuentro.
Rasgo mis venas con ácido y metal y le inyecto a mi cuerpo unas fuerzas que me faltan y que en breve me volverán a escasear. Los días se suceden, uno tras otro, en una sucesión interminable. Vivo con horror la mera posibilidad del encierro, al tiempo que no logro zafar de mis cavernas.
La tristeza y la soledad me condenan. Aúllo como los lobos que han perdido a la manada, si es que alguna vez pertenecí a una.
Adonde siempre vuelvo es a estos barrios sombríos en los que me embriago de monóxido de carbono, como otros lo hacen de las deliciosas fragancias de la Quinta Avenida. Anoche, por ejemplo, vagué por la ciudad de sur a norte, desde Battery Park caminé hasta Haarlem. Horas enteras tras un deseo prohibido en esta ciudad de muerte, de soledad y arrebato.
Ahora estoy sentado, delante de una línea clara, una frontera de nieve pura, en un rincón de un tugurio sin nombre de la 117 East Street. Escucho a Charlie Parker, él siempre me acompaña y su trompeta cimbra dentro de mi cuerpo. Me bebo la frontera de un sólo sorbo amargo. Cierro los ojos y recuesto la cabeza en el respaldo del sillón y espero las convulsiones que me blanquean la mente y me ayudan a olvidar el pasado, el presente y el no-futuro.
Empujo el vaso de whisky y su calor hiere mis labios.
Entre los velos de humo que cuelgan del techo y arañan las paredes, veo dos ojos oscuros escudriñándome por encima de unos labios carnosos que circundan dientes blancos como la puta gloria. No contengo la lujuria. Ella es la culpable y por ella me condeno y me condenan a diario.
Acato todos los mandatos de rodillas porque no sé vivir la maquinaria de la noche de una manera que no sea ésta, empapado en el sudor que produce el riesgo demencial, en los vapores de los alcoholes y en los sueños estimulados.
Monólogo inspirado en Aullido de Allen Ginsberg.