VIVIR MATANDO: JOSÉ K. TORTURADO


Crítica hecha para Revista de Letras (Teatro)

Obra original: Javier Ortiz
Dirección: Carles Alfaro
Reparto: Pedro Casablanc
Producción: Studio Teatro – Sandra Toral
Sala Pequeña del Teatro Español (Madrid) hasta el 5 de febrero

José K es un terrorista que ha caído en manos de la policía, pero no se trata de un terrorista más, sino de uno de los más despiadados, un asesino que esconde un tremendo as en la manga: una bomba colocada en alguna parte de la Gran Plaza de una ciudad importante.

De acuerdo a la definición de la Real Academia, la tortura es un “grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo”. El Poder inmenso del Estado se pone de manifiesto, no hay tiempo que perder, el aparato de castigo actúa de manera decidida a cambio de evitar una masacre: lleva a cabo la tortura en un hombre hinchado del convencimiento firme de que lo que cree es la única vía posible y por ello lucha y mata sin piedad.

Este es el punto de partida de José K. Torturado, la obra de Javier Ortiz que Carles Alfaro dirige en el Teatro Español. El actor sevillano Pedro Casablanc le pone cuerpo a José K y, gracias a su talento, el espectador puede hacer un viaje de inmersión dentro de la jaula de cristal donde José K. permanece esposado, después de días de padecer la tortura. El personaje se enfrenta a una entidad todopoderosa que no tiene una cara visible y que representa a la razón, en cuanto que raison d’État en términos del cardenal de Richelieu y que tiene su origen en El Príncipe de Maquiavelo. El personaje, en definitiva, se enfrenta al Poder establecido en la época que le toca vivir. Lo que se ve en el escenario del Teatro Español puede ser, perfectamente, una metáfora parida del mismísimo Big Brother de George Orwell o una situación vista desde cualquier ángulo de los panópticos a los que se refiere Michel Foucault en Vigilar y castigar.

En José K. Torturado sale a la luz, no sólo la violencia con la que convivimos a diario y que, para más inri, asumimos con resignación, sino también el nivel de hipocresía al que somos capaces de llegar los humanos cada vez que, por las razones que sean, miramos hacia otro lado a sabiendas de que el dolor, psíquico y físico, infligido mediante la tortura ocurre, geográficamente hablando, mucho más cerca de lo que queremos creer.


¿En qué medida los fines justifican los medios? ¿Hasta qué punto torturar a un ser humano, sea o no terrorista, con la finalidad de obtener información es aceptable por una mayoría aposentada en la Justicia? En José K. Torturado se intenta poner en tela de juicio la moralidad y la ética de la sociedad civilizada. La justicia que irradia de la firmeza y la autoridad del Estado hobbesiano es capaz de traspasar límites dejando al descubierto la moral (adecuada o inadecuada) de quienes trabajan en su defensa y conservación. Muchas veces, la Ley de los hombres justos colisiona con las reglas y códigos de otros hombres, igualmente convencidos de que matando es la manera más adecuada de luchar por causas que quedan por encima, incluso, de sus lazos sanguíneos o afectivos.

El dilema al que nos enfrenta esta obra va más allá de lo dicho hasta aquí. Aunque sea políticamente incorrecto el hecho de aceptar en público que la tortura acaba siendo socialmente perdonable en casos extremos como podría ser el de José K., porque en definitiva a nadie le importa los padecimientos de un ser como él, la degradación moral que sufre quien aplica la tortura y la degradación moral de quien autoriza la tortura es mayúscula. Y José K. trata de convencer a los espectadores de que quienes le vigilan han cruzado el Rubicón del mismo modo que él lo hizo mucho tiempo antes. El torturador, moralmente hablando, se apea para acabar embarrado. Es como el verdugo que cumple con su deber y aplica la sentencia del juez al mismo tiempo que deviene en un ser despreciado. Cuando José K. se mira en el cristal que le rodea hasta asfixiarlo en sus propios vapores, ve su rostro y le pone cara a todos los que habitan el panóptico. Ambos opuestos, hombres de bien y hombres de mal, acaban fundiéndose merced a sus prácticas.

La puesta en escena de Carles Alfaro no le deja muchas opciones al espectador que desde el inicio se convierte en observador. El espectador puede mirar hacia el escenario, enfrentándose a la desnudez (de ropas y de alma) de un personaje atrapado en su celda o dirigir la mirada hacia el propio interior y reflexionar a partir de las palabras de José K. La oscuridad en la sala es casi absoluta durante toda la función, la luz sólo se dirige a desvelar las grietas y las gotas de sudor del terrorista, es una puesta en escena que invita a adentrarse en las palabras y en los gestos interpretados por Casablanc y resulta inevitable que, en algún momento de la función, el observador no se planteen cuál sería su conducta en una situación similar.

Así y todo, en la obra se echan de menos los rasgos que contribuyen a la grandeza de un personaje más que al realce del tema que se retrata. Las oscuridades y las claridades del protagonista, los miedos, los odios, las consecuencias físicas y psicológicas que siguen a varias jornadas de martirio, los vaivenes que tienen que haber en su cabeza antes de tomar la decisión de poner una bomba y que mueran inocentes. Las palabras que pronuncia José K. son por momentos punzantes y de a ratos demasiado discursivas sobre cosas que todos sabemos: las maldades del capitalismo.

De todas maneras, la visita al Teatro Español deja resonando en los oídos del espectador, durante un buen tiempo, las palabras de José K. a través de Pedro Casablanc y la sensación de protección o indefensión que a cada uno le pueda ofrecer el sistema en el que vivimos.

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